Ingrid llevaba año y medio viviendo
en su nuevo apartamento. Tal vez ya no tan nuevo como para poder llamarlo como
tal y lo suficientemente cerca de la casa de sus padres como para perder la
novedad de la ubicación más rápido de lo que había pensado mientras hacía los
trámites de compra, pero había estado tan emocionada los dos primeros meses que
evitar hablar de su “apartamento nuevo” era imposible. Se le había quedado,
como una muletilla cualquiera similar a quienes a día de hoy se refieren a un producto
por el nombre de la marca más exitosa que los distribuya.
Ingrid llevaba año y tres meses
viviendo con su cachorro de labrador, a quien adoptó cuando éste tenía lo que
le calculó como cuatro o cinco meses. Tal vez ya no tan cachorro ni tan pequeño
como para poder llamarlo como tal en las citas con el veterinario pero, como
toda madre que era sin importar la especie de su hijo, siempre lo vería como si
fuese su bebé. Un bebé que gatearía toda su vida, que comería del suelo y se
apropiaría de la mitad de su cama hasta el último de sus días.
También ladraba cada vez que
llegaban visitas.
Alquitrán, bautizado así por haber
sido encontrado lleno del líquido hasta el cuello en una alcantarilla a malas
horas de la noche, se había acostumbrado a ladrar cada vez que detectaba a
alguien detrás de la puerta principal fuese visita o no. Cuando los vecinos
volvían a sus casas en horas de la madrugada y posiblemente ebrios
balanceándose y acercándose a su puerta mientras iban a la suya propia, Alquitrán
salía corriendo de la habitación para plantarse en la entrada. Y ladrar. Y
ladrar. Y ladrar.
En el comienzo a Ingrid le había
parecido lindo y útil por partes iguales, pues el ladrido agudo del cachorro
era un sonido precioso para sus oídos además de un buen reemplazo para el
penetrante zumbido del timbre. Pero Alquitrán se volvió más grande y su voz más
grave. Retumbaba en las paredes, escandalizando tanto arriba como abajo y a los
lados. Como las visitas eran raras y generalmente de día, los comentarios eran
escasos y libres de queja alguna pues el perro gozaba del favoritismo de la
mayoría de los inquilinos.
Al menos hasta que empezaron los
ladridos nocturnos, dos meses atrás.
Al principio, Ingrid los consideró
sucesos aislados, completamente merecedores de toda la indiferencia de la cual
era capaz una mujer como ella que negaba estar más cerca de los treinta que de
los veinte y solía trabajar desde la comodidad de su sillón escribiendo
críticas de películas, series y todo lo que se atreviera a mostrarse a través
de una pantalla. Cuando notó el patrón, en cambio, decidió molestarse en
acompañar al perro cada vez que éste fuese a la puerta tanto de día como de
noche.
Sintiendo la negra mirada de Alquitrán
a sus espaldas, Ingrid chequeaba religiosamente la mirilla antes de decidir si
abrir o no la puerta, cosa que se había malacostumbrado a dejar pasar en su
infancia viviendo con un par de padres confianzudos que le daban la bienvenida
a todo aquel que se aventurara a tocarles el timbre. Por dicha mirilla vio ebrios
y muchachos correteando más de una vez, los ebrios asustándose de los ladridos
y los chicos emocionándose de la cercanía de un ser canino.
Los borrachos enojados provocaban
que Ingrid le diese una vuelta extra al pestillo pero nunca serían capaces de
ponerle los pelos de punta como aquellas veces que, sin importar cuánto
esperase de pie con el ojo vigilante, no aparecía nadie detrás de la puerta.
Lo hubiese dejado pasar de no ser
porque Alquitrán jamás se equivocaba ni ladraba en otra ocasión, era un perro
generalmente silencioso. Una primera vez para todo, pensó Ingrid devolviéndose
a su cama con el perro gimoteando atrás, siguiéndola con la cola entre las
patas.
Sería erróneo definirla como una mujer que creyese en
fantasmas o seres de más allá, más acá o algún otro plano existencial, pero
durante esos dos meses sentía una molestia fría por la nuca todas las noches,
cada vez que se acostaba a dormir. Sus negaciones firmes pasaron a abrirse y
dar cabida a la duda, a la posibilidad. Al miedo. Cada vez que el sol se
escondía, Ingrid empezaba un juego de rebotes consigo misma. Ridícula, se
llamaba a sí misma por su cobardía, tratando de convencerse de la imposibilidad
de sus sospechas. Discutía, argumentaba
y refutaba todo lo que su paranoia dejase colar en su mente pero ello no
solucionaba el hecho de que Alquitrán, sin falta, le ladrase a la nada.
Una noche, no mucho atrás, dejó al perro en casa de sus
padres. Tal vez les ladrara a ellos, tal vez consiguiese dormir una noche
entera en paz. Tal vez sucedieran muchas cosas o absolutamente nada. En toda su
vida no había sentido una soledad tan aplastante como la de aquella vez y todos
sus intentos por conciliar el sueño fallaron. La cama rechinaba con el más
mínimo movimiento sobre ella, las cortinas susurraban, las ventanas crujían por
el viento, las voces de sus vecinos repentinamente estaban justo a su lado.
Todo era mil veces más notorio, más ruidoso, más invasivo…
Todo era más. Simplemente más. Al menos, lo era sin Alquitrán fielmente a su
lado. Incluyendo los ligeros golpes sobre madera que venían de la entrada.
Tocaban a su puerta.
Se escondió bajo las sábanas con el móvil y contó las horas
hasta que saliese el sol. Mientras conducía para buscar a su perro, se repetía
que lo había imaginado una y otra vez tal mantra. Una cosa era segura, no
dormiría sin Alquitrán junto a ella siempre que pudiese evitarlo. Yéndose de
casa de sus padres se le ocurrió la brillante idea de pasar la noche con ellos,
inventando cualquier excusa para dormir en su vieja habitación. Sus padres, más
que alegres de tener a su hija una vez más bajo su techo, habían aceptado.
Se reprochó por creer que había sido una buena idea, pues
los juguetes que había dejado la miraban desde las repisas superiores con sus
ojos de botón vacíos de vida alguna. Se sintió multiplicadas veces más juzgadas
que en la privacidad de su apartamento cuando empezó a llorar al ver a Alquitrán
levantándose de golpe a ladrarle a la puerta de la habitación. Sus padres le
dirían al día siguiente que tal cosa no había sucedido la noche anterior.
Volvió a su apartamento y así como crecían sus temores, lo
hacían las bolsas bajo sus ojos además del mal humor. Hablaba mucho menos pero
salía por ratos más largos que de costumbre a pasear a Alquitrán, quien se
conformaba con cualquier excusa para corretear en el parque o al borde de la
costa. Los momentos en los exteriores llenos de narices húmedas y colas que
iban de lado a lado le devolvían un deje de normalidad a su mente,
permitiéndole respirar hondo y calmarse hasta que la necesidad de volver al apartamento
se volviese inminente.
Con dos meses de insomnio a sus espaldas, decidió que
abriría la puerta y luego se golpearía con ella en la cara por su inmensa
estupidez.
Así fue Ingrid como llegó a sentarse con las piernas
cruzadas y el corazón en la garganta en medio de su sala con el perro echado a
su lado. Alquitrán se movía y revolvía jugueteando con su pelota, la viva
imagen de la despreocupación que no hacía más que causar la mayor envidia que
Ingrid sintió en años.
Esperó.
Y esperó.
Y se quedó esperando.
El reloj del microondas le indicaba que había pasado menos
de una hora, la medianoche aún se encontraba en la lejanía, pero Ingrid tenía
la sensación de que el sol estaba por salir. Su percepción del tiempo
completamente jodida. En algún momento se quedó dormida encima de su perro,
despertándose cuando su cabeza se golpeó contra el suelo, su almohada
habiéndose levantado a cumplir su rutina nocturna.
Por los ladridos, tratar de oír cualquier otra cosa sería inútil
así que sujetó a Alquitrán cerrándole el hocico sin ser mordida para prestar
mejor atención. El perro gruñía bajo su agarre pero no le dificultó al escuchar
los tres ligeros golpes provenientes de la puerta. En un casi completo
silencio, volvió a esperar.
Cada minuto, volvían a sonar los tres golpes hasta que el
reloj le marcó las cuatro treinta y siete de la mañana. Ingrid lloraba, con Alquitrán
lamiéndole las lágrimas gimoteando, porque no había explicación lógica para que
alguien tocara por tanto tiempo y no se retirase o usase el timbre. ¿Otro
borracho? ¿Algún niño? ¿Ratones? No, no y no.
Se levantó con las rodillas débiles y a paso lento se
acercó a la mirilla, Alquitrán detrás ladrando con su nueva libertad. No había
nadie del otro lado.
No había nadie del otro lado y los golpes continuaron.
Incluso podía sentirlos, pues venían justo detrás de la
zona donde había apoyado su mano. Ingrid, con un nudo en la boca del estómago,
pateó la puerta, frenando las terribles percusiones. Estaba dividida entre
sentirse realmente tranquila o admitir la derrota ante la locura. Antes de
decidirse entre un lado u otro, la perilla hizo el además de girarse como si
alguien quisiese entrar al apartamento. Por buena suerte y previsión por parte
de Ingrid, tenía llave. Por no tan buena suerte, los golpes dieron inicio una
vez más. Más rápidos, más fuertes.
Más allá del terror, era la rabia la que corría por sus
venas despojándola del frío y de todo raciocinio. Si al final era todo un
chiste, era uno horriblemente malo.
Agarró sus llaves del aparador, donde usualmente las
dejaba, y con mano sorprendentemente firme insertó la del apartamento en la
cerradura sin girarla. Inmediatamente cesó todo sonido a su alrededor.
El silencio no hizo más que frenarla un par de segundos
pero estaba decidida y llena de una furia que funcionaba como anteojeras ante
la lógica de sus acciones, dejándola con un solo curso a seguir. Con una vuelta
de su muñeca, quitó el seguro del cerrojo y abrió veloz pero cuidadosamente
evitando todo ruido. Ante ella estaban las puertas a los otros apartamentos,
tapetes de bienvenida, las escaleras y el elevador pero ninguna señal de vida
humana, animal o vegetal.
Se aventuró a dar un par de pasos sin soltar la perilla,
las manos le sudaban, y con un chasquido de su lengua contra sus dientes evitó
que Alquitrán la siguiera. Cerró la puerta sin voltearse y se asomó por las
escaleras. Bajó un piso, subió dos, llamó elevadores y dio vueltas por el
pasillo para encontrar que no había nadie ni nada fuera de lo común.
Ingrid dejó pasar la furia para sufrir el peso del
cansancio y se devolvió a su apartamento, se sentía lo suficientemente liberada
como para considerar que el sueño volvería a ella sin problema. Cuando quiso
abrir la puerta, ésta no cedió ante sus intentos. Tal vez le había pasado llave
por error, para que Alquitrán no saliera.
Alquitrán comenzó a ladrar desde el otro lado mientras
Ingrid buscaba sus llaves. No las cargaba encima a pesar de jurar haber salido
con ellas en sus manos. Maldijo por lo bajo y por lo alto, indiferente del reposo
de sus vecinos, y le tocó el timbre a la siguiente puerta más cercana.
Una presión, dos y tres.
Sin importar cuánto presionase el interruptor, éste no
producía sonido. Pensó que estaría dañado e intentó con otra puerta para
descubrir el mismo resultado. Así con la siguiente y la siguiente, todo
acompañado por los ladridos de su perro desde su apartamento.
El frío miedo escaló poco a poco por su espalda, volviendo
a instalarse en su nuca. Se acercó a su propia puerta y presionó su timbre
mientras calmaba al can con falsa tranquilidad en su voz, la cual sentía
retumbar en su garganta pero no llegaba a sus oídos. Como en sus intentos
anteriores, ni siquiera su propio timbre funcionaba. Golpeó de un puñetazo la
puerta y del otro lado golpearon de vuelta. Alquitrán ladró.
Sintió que su corazón detenía su ritmo y sin pensamiento
alguno miró a través de la mirilla.
Ella misma se devolvió la mirada.
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