jueves, 28 de enero de 2016

De humores, horrores y otros relatos

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Ayer escribí de golpe la primera parte del tercer capítulo de Humor y Horror en la calle 69 y pensé en compartir un avance, así fuese sólo por el mero de hacerlo. Aprovecho también para recordar que bajo la pestaña de Historias pueden encontrar mis más recientes trabajos (y uno de los más viejos) y, además, dejarles el link acá mismo en la entrada de hoy.

Ya hablé de Humor y Horror 1 (sí, 1 porque planeo escribir 2 y 3 al menos), así que les menciono mi primer intento en un romance original: Sin querer queriendo, y mi fallo descomunal en la poesía: Columpio.

También quería invitarlos a escribir y a compartir sus trabajos, pues no solamente me encanta leer sino compartir con otros escritores (ja, como si yo fuese uno) y aprender, a ver si alguna vez escribo algo decente o no.

Sin más, he aquí el adelanto:
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Humor y horror en la calle 69

Capítulo 3

Antes de procesar que el dependiente estaba, pues, muerto, Fabricio notó que podía ver las entrañas del que supuso era o había sido hasta hace poco, juzgando por el color de la sangre, el dependiente. Tres largas huellas de garras paralelas y diagonales iban desde su hombro izquierdo hasta el lado derecho de su cadera y habían calado tan profundo en el cuerpo que podía, más que ver, oler las entrañas que se colaban junto a los girones de piel de las heridas. Una vista para romperle el corazón a cualquiera y de manera bien literal, pues la mitad del corazón retozaba en un charco de sangre junto al cuerpo.

Fabricio era todo un morboso, sí, pero era Eunice la que se estaba riendo mientras él solamente quería vomitar.

Eunice se había dejado caer al suelo, apoyando la espalda en el mostrador y su cuerpo perdiendo toda tensión como un títere al que le habían soltado las cuerdas. Risas tan temblorosas como ella salían en un patrón irregular de sus labios, su mirada perdida y líquida. Óscar, por otro lado, batallaba con su teléfono y las comunicaciones, ninguna llamada le entraba y ninguna salía. Mientras con su mano derecha tecleaba frenéticamente con su pulgar, con la izquierda se jalaba el flequillo más largo que el cabello a los lados de su cabeza.

Fabricio respiró hondo, contó hasta diez pizzas imaginarias, se asomó de nuevo por encima del mostrador y vomitó.

Encima del cadáver.

Si existía una manera de empeorar el hedor, que ahora podían apreciarlo con propiedad, era ésa y solamente ésa.

Se sentó abatido junto a Eunice, levantando las rodillas y apoyando los codos encima de éstas. Una botella de agua se posó frente a él y, extrañado, miró a quien pertenecía la mano que la sostenía en su cara. Óscar le ofreció, además de la botella plástica, una sonrisa débil y un gesto de su hombro. Fabricio aceptó la botella y se fijó que su amigo tenía dos más bajo el brazo, de las cuales una se la lanzó encima a Eunice bruscamente, riendo cuando rebotó en su cabeza. La muchacha la agarró y, a manera de bate, le pegó con ella detrás de la rodilla.

–¡Cómo se te ocurre! ¡Tengo la verga abierta y me vas a dar! –gritó Eunice. Óscar sólo rió y se sentó frente a ambos, abriendo la última botella para él–. Ya que andas tan colaborador, abre la mía.

–Jódete.

–Huevón.

Óscar le hizo el favor de todas formas. Fabricio abrió la suya propia y le costó más de lo que esperaba con las manos temblorosas.

–¿Saben cuál es la mejor parte? –preguntó Fabricio luego de tomar un profundo trago de agua–. Todavía quiero pizza.

–No te culpo –dijo Óscar–, el tipo parece una de triple queso con salami y extra salsa.

Eunice los miró a ambos fijamente para decir con voz trémula: –Los estoy juzgando como nunca antes.

Lo cual era mentira, pues ella era peor que sus amigos juntos. Igual no dijeron nada al respecto y el silencio los devolvió a la realidad. Tres muchachos en medio de la nada, sin manera de comunicarse, ubicarse o movilizarse dentro de una gasolinera con un cadáver cuya causa de muerte era obviamente lo que había rajado la puerta de un automóvil. Fabricio pudo haber pensado en su familia o en su novia pero lo único que lo ocupaba en esos momentos era morir con hambre, siendo honesto consigo mismo.

Óscar, por su parte, estaba más tranquilo de lo que cualquier persona en su lugar lo estaría. Su suerte era tan mala que seguro saldría vivo y victorioso de su horrible noche para enfrentarse a sus padres al día siguiente, lo cual era legítimamente peor que morir desgarrado y abandonado en medio de la carretera como los juguetes y mascotas indeseadas.

Eunice, en cambio…

–No quieren saber –dijo Eunice a la nada. La muchacha suspiró y volvió a reírse entre dientes, el aire saliendo de entre las hendiduras en un patrón azaroso. Se volteó a ver a los muchachos y sus ojeras jamás habían estado tan marcadas como ésa noche –. Estamos en una contrarreloj para morir.

–Si te vas a poner con ésas –refutó Fabricio–, desde que nacemos lo estamos. Y si me disculpan —Se levantó bruscamente y caminó a zancadas hasta el congelador, abriéndolo, agarrando una pizza congelada y metiéndola bajo su franela–, voy a agarrar una de éstas y la derretiré con mi calor corporal.

–Haría un comentario sobre tus tetillas frías pero me has quitado las palabras de la boca.

–Además de que debe haber algún microondas o algo –comentó Óscar.

En ese instante, como si hubiese sido obra de sus palabras, se fue la luz.


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