sábado, 16 de enero de 2016

Humor y horror en la calle 69, capítulo 1

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Estaba aburrida, escribí los primeros seis párrafos, me reí y no pude parar.

Bienvenidos a Humor y horror en la calle 69, nombre a modificar en algún punto del futuro incierto y desconocido.
...
CAPÍTULO 1       


           Fabricio Piña estaba pasando un mal rato.

         Era, desgraciadamente, catorce de febrero. Y como en muchas películas de clase B que nunca alcanzarían cubrir sus gastos en taquilla, no tenía regalo para su novia.

         Aunque ello no fuese del todo cierto, pues sí tenía un regalo. Unos cuantos, en realidad.

         Un peluche de dos metros, tres cajas de chocolate, un CD con las canciones que ambos se dedicaban entre sí, ocho fotos editadas y enmarcadas en corazones y nubes sonrientes además de una carta mal escrita y firmada por él. Su bolsillo se había vuelto el equivalente a un hoyo negro que suponía nunca llenaría mientras tuviese pareja. El precio de la felicidad, básicamente.

         Claro que, la inversión valía la pena. Mary era su oasis en un desierto de mujeres áridas e insípidas de cabezas con más aire que su cartera, no existía regalo en el universo que se hiciese valer ante ella. Era ése, y no otro, el problema; nada de lo que había comprado era lo suficientemente perfecto y todo lo que podría considerarse meramente ideal estaba fuera de su alcance económico.

         Una completa tragedia.


         –Componle una canción –dijo Eunice, frunciendo el ceño. Como si fuese tan fácil.

         Esa fría tarde de lluvia estaba en el apartamento de su no-mejor amiga, porque Fabricio no creía en los mejores amigos, durmiendo en su cama junto al perro. Una imagen demasiado lastimera como para no tomarle cinco o seis fotos y llorar al verlas. Faltaba menos de una semana para San Valentín y estaba reconsiderando las bendiciones de la soltería. Fabricio sabía que en algún momento la fiebre pasaría y la madrugada del catorce su cerebro se apagaría para dar paso a la inminente resignación, como era habitual en su vida.

         El perro apoyó su largo hocico sobre su trasero y resopló, su dueña también lo hizo.

         Resoplar, claro está, no apoyar su cara en trasero ajeno. O propio.

         Estaba anocheciendo rápidamente y ninguna idea había florecido en su cabeza. Tal vez luego de comer se le ocurriría algo, pensar con el estómago vacío no era lo suyo. Podrían incluso salir a cenar y poner a prueba eso del cambio de escenario y la inspiración. Nueva tesis, una mención publicación en progreso.

         –Estás delirando –comentó Eunice mirándolo por encima de la pantalla de su teléfono–, estoy llamando a Óscar para que pase a buscarnos. Vamos a comer pizza o algo.

         –Quiero morir –dijo Fabricio, su voz ahogada por la almohada bajo su cara.

         –Puedes ponerle anchoas adicionales, es lo mismo.

         Siguió lamentándose hasta que Óscar pasó por ellos, sin fuerzas para defender a las anchoas en todo el camino.

         –Ponle lo que quieras –comentó Óscar no tan pendiente del camino como debería–, mientras tenga triple queso me da igual.

         A medio trayecto, empezó a llover. Usualmente le gustaba el gris paisaje producto de la lluvia pero estaba tan profundamente perdido en su desesperación que sólo podía rogarle al cielo que las buenas ideas fuesen parte de las opciones para toppings del menú.

         Fabricio se distrajo medianamente con la música sin gusto que Eunice ponía en el reproductor, la cual sacaría de sus casillas a cualquiera, y con el extraño chirrido que salía del maletero. Supuso que sería cualquier defecto que uno ignoraba en Venezuela, ya que tanto ir al mecánico como conseguir los repuestos automovilísticos uno mismo era impensable.

         El chirrido aumentaba y se dio cuenta que no venía del maletero, sino de un poco más abajo. Los neumáticos.

         –¿Qué coño le pasa a tus cauchos? –preguntó Eunice a Óscar, dándose cuenta de igual manera.

         Óscar rió nerviosamente y se rascó la nuca con una mano, –¿El de atrás? Está reventado.

         Qué.

         –Qué –exclamó apropiadamente Fabricio. Su indignación reflejada en el rostro de su amiga mientras ambos observaban a Óscar perplejos. El muchacho se limitó a ajustarse los lentes y a encogerse de hombros, no quedaba de otra.

         Fabricio se dejó caer más en el asiento trasero, en un intento de hundirse más entre los cojines y desaparecer. El lado bueno era que si moría esa noche no tendría que enfrentar el día de San Valentín, donde además de morir quedaría humillado de por vida, marcado, ultrajado y traumatizado.

         Y soltero.

         –Estar soltero no es tan malo –le comentó Eunice meses atrás–, Óscar lleva un buen tiempo más solo que el número uno y mira lo bien que le va.

         Si ir bien significaba manejar un auto con una rueda reventada bajo la lluvia oyendo covers gaiteros de Madonna, entonces Fabricio le pediría matrimonio a Mary la próxima vez que la viera para asegurarse de nunca llegar tan bajo. Claro que Eunice no era quien para hablar sin haber tenido pareja alguna vez en su vida, solamente perros. Muchos perros. Cada uno más molesto que el otro.

         El karma era lo suficientemente cruel como para dejarlo vivir y obligarlo a enfrentarse a su destino, así que cada luz roja o aviso de pare que Óscar se pasaba le tenía sin cuidado. Si se llevaban a alguien por delante fingiría que lo estaban secuestrando o que no hablaba español y que estaba en un taxi que lo quería estafar. O las dos, no eran dramas tan alejados el uno del otro como para no funcionar.

         Entre las cosas que uno no esperaría que funcionasen, en cambio, estaban los cinturones de seguridad traseros. Jamás había conocido a alguien que los usara y no le parecieron necesarios hasta esa misma noche, donde en una curva considerablemente cerrada Óscar cruzó más tarde y más fuerte de lo que debió.

         El auto giró y giró y se deslizó y giró de manera similar a una patinadora sobre hielo sin brazos, piernas y probablemente sin cabeza. Tal vez una comparación a la bailarina de los parques de diversiones hubiese sido más apropiada pero entre tantas vueltas y la posibilidad de devolver el desayuno, el almuerzo, la merienda y las galletas rancias de hace tres semanas que estaban escondidas en su suéter (las cuales se había comido en contra de toda sanidad), no podía pedirle más a sus procesos mentales superiores.

         Su mundo se resumió en no vomitar y mucho menos ser vomitado con un ligero toque de evitar partirse la cabeza contra el techo.

         Un frenazo estrepitoso lo llevó a estampar su rostro contra la ventana a su derecha y a que las bolsas de aire se tragaran tanto a Óscar como a Eunice. Conocía sobre el riesgo de morir asfixiado por ellas, por tanto no se sintió tan mal al ver la mancha de sangre que había dejado en el cristal de la ventana, probablemente de su adolorida nariz. Fabricio, quejándose del dolor y sin pensar realmente en sus acciones, sacó sus llaves del bolsillo de su pantalón y las clavo en las bolsas con tanta fuerza como el momento se lo permitió.

         El torrente de aire saliendo a presión causó que ambas bolsas perdieran volumen velozmente y le permitió ver a sus amigos, ambos inconscientes. La cabeza de Óscar, sin el soporte de la bolsa, cayó sobre el volante, haciendo sonar la corneta escandalosamente. El terrible ruido despertó a Eunice, quien tenía media cara cubierta de sangre. La ventana junto a su cabeza estaba quebrada.

         Alarmado, y milagrosamente ignorando la corneta, Fabricio llevó sus manos a la cabeza de su amiga, tratando de revisar la herida tanto como se lo permitieron el cabello y el asiento entre ambos. Como no podía ver ni hueso ni sesos, supuso que la larga cortada detrás de la oreja de Eunice no podía estar tan mal como parecía. La confundida muchacha sacudió la cabeza fuertemente, tratando de liberarse de las manos de Fabricio.

         –¡Quédate quieta, mujer! –gritó Fabricio afincando su agarre y llenándose las manos de sangre.

         –¡Suelta, vergación, suelta!

         –¡Lo estás empeorando, quédate quieta!

         La muchacha pareció volver en sí y se llevó una mano a la herida, tanteándola ligeramente con los dedos. Agarró la mano de Fabricio y se la llevó a la boca, mordiéndola, mientras jalaba algo de la cortada. Fabricio chilló y se soltó a la par que Eunice le mostraba lo que había agarrado: un trozo diminuto y alargado de la ventana. Óscar seguía babenado sobre la sonora corneta.

         –¿No tengo más?

         –¡¿Tenías que morderme?! –se quejó mientras revisaba con más cuidado, no parecía haber más entre todo el pelo y la sangre–. No veo nada.

         –¡Sí, sí y mil veces sí! –respondió pateando a Óscar y quitándolo del volante. El silencio los cubrió repentina e incómodamente. Fabricio maldijo por lo bajo que los asientos fuesen de (probablemente falso) cuero, ya que no podría limpiarse en ellos. Podría usar los vellos de sus piernas pero la idea era quitarse la suciedad de encima. Al menos su cabello estaba intacto y a salvo de futuros cortes de pelo.

         –Se ve, lo que se puede ver, terrible –dijo Fabricio refiriéndose a la herida.

         –Todo en la cabeza tiende a sangrar mucho, seguro no es gran cosa. Ciertamente no se siente como gran cosa.

         –No pareces muy afectada –comentó al ver los gestos desinteresados de Eunice en cuanto a su estado.

Decidió por limpiarse en el abrigo del inconsciente Óscar y pensó que eventualmente tendría que despertarlo, aunque lidiar con un carro probablemente destrozado y su dueño estaba en su lista de ni ahora ni nunca. Supuso que tendría que asomarse él mismo, pues la puerta al lado de Eunice estaba completamente abollada en ángulos imposibles, tal vez tuviese hasta el brazo más destrozado que la cabeza.

         –Tampoco siento nada en ningún lado, sólo que todo todavía da vueltas. Venga, sácame al chico de aquí –pidió señalando a Óscar–, no puedo salir.

         Era preocupante que Óscar no hubiese despertado aún. Mientras más tiempo siguiese inconsciente, más probable era que se hubiese hecho algún daño considerable. Fabricio sacudió su hombro ligeramente para proseguir aumentando la intensidad de las sacudidas de manera paulatina, prácticamente lo tenía vuelto una piñata en un quinto cumpleaños con más de dos docenas de niños hiperactivos y deseosos de caramelos y juguetes chinos.

         Óscar no despertaba.

         Mientras dejaba a Eunice continuar con los intentos de despertar al chico, Fabricio miró hacia afuera. Una completa oscuridad engullía el paisaje y las luces del auto seguían su camino hasta perderse en la lluvia y la neblina, ni siquiera podía ver el pavimento. Se asomó por la ventana delantera derecha, rota por el impacto con la cabeza de Eunice, y se fijó en algo a lo cual debió prestarle atención antes: no había nada.

         Salió del auto cuidadosamente, el piso aún se movía bajo sus pies por el mareo. La lluvia se colaba entre sus ropas y el frío lo asaltó inmediatamente, estar afuera era pedir una hipotermia a domicilio con extra de resfriado común. Pensó en la pizza un segundo, segundo que se volvió eterno ante el rugido de su estómago, y pensó en el choque. Se volteó hacia la puerta abollada y ésta le devolvió su mirada como solamente un objeto inanimado puede hacerlo, sin nada entre ambos.

            Haya sido lo haya sido con lo que chocaron, ya no estaba ahí.

         Trató de abrir la puerta y, al jalar con más fuerza de la que esperaba, consiguió que cayera al suelo terminando de partir los trozos de vidrio que habían quedado inútilmente aferrados a ella. La luz interna del auto se encendió e Eunice miró a Fabricio con los ojos como platos.

         –Voy a tener que reconsiderar eso de hacer Insanity –gruñó, asomándose para ver la puerta caída–. Sabes que a Óscar le va a dar una verga cuando vea cómo quedó su carro, ¿no?

            –Él iba manejando, no yo.

         Eunice, habiéndose asomado un poco más para lavarse el cabello con la lluvia, se rió señalándolo de pies a cabeza: –Pareces  un asesino de slasher así, lleno de sangre, solo falta la catira gritona y una cámara de segunda mano. Ya tenemos al negro que muere primero –añadió señalando a Óscar–. Está respirando y su pulso es normal, creo.

         Fabricio estaba más ocupado mirando en todas direcciones como para prestarle atención a su amiga. Con algo tenían que haber chocado, a juro, y la ausencia de evidencia alguna le producía más escalofríos que el frío bajo el cual estaba. Al menos eso tachaba la posibilidad de zombis o de transeúntes destripados, no se imaginaba teniendo que esconder cadáveres antes de los veinticinco años y sin estar tremendamente borracho, despechado y horrorosamente calvo (su peor pesadilla).

         Con gran esfuerzo producto de la lluvia y la falta de anteojos (que descansasen en paz porque no los iba a buscar), Fabricio trató de ver algo, lo que fuese, que indicase dónde estaban. Su vista alcanzó a distinguir una estación de gasolina y un edificio de no más de seis pisos posiblemente desalojado, pues la única luz que tenía era la que sus ventanas reflejaban de la gasolinera.

         Fabricio era muchas cosas pero entre esas cosas ser fan de películas de terror no se encontraría ni al fondo de la lista, por ello no había visto muchas y el escenario en el que se encontraba con sus amigos le sonaba menos ridículo que a cualquier otra persona más normal y menos cobarde. Aun así, incluso él sabía que el edificio abandonado no contaba como una opción y que sólo le quedaba pensar en una idea de cómo llevar a un Óscar dormido hasta la gasolinera bajo la lluvia, con Eunice perdiendo sangre por segundo y las canciones de Madonna a todo dar. Estuviese exagerando o no, no era la mejor de las situaciones.

         Y eso sin pensar más de lo sanamente necesario en el choque.


         De todas formas, debía despertar a Óscar sí o sí. Al menos en eso era todo un experto.
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