viernes, 13 de diciembre de 2019

Barbazul, borrador

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Les dejo los primeros párrafos de un texto que va para algunos lados, luego a otros y mucho después del desvío es que se acuerda hacia dónde ir. Lo he titulado Barbazul por los momentos, y aquellos familiarizados con el cuento de Barba Azul podrán intuir cuál terminará siendo el tono (o a cuál aspiro).

Barbazul


Soledad se enteró de la existencia de su tío abuelo segundo, Narciso Augusto, cuando la llamaron de la Oficina de Sucesiones. Le dieron el más sentido pésame a una desconocida por el fallecimiento de otro desconocido y le informaron de su recién adquirida propiedad: una casona colonial a media hora de la ciudad, la única herencia que el difunto dejó. Sintió un nudo en la garganta, dos en el estómago y otros más a lo largo del intestino debido a la incómoda visión que era su nombre completo escrito en el puño y letra del escribano que había confeccionado el testamento de Narciso hacía veinticinco años, cuando Soledad apenas tenía nueve primaveras ya pasadas.




Lo más apropiado era rechazar la propiedad, y todo lo que ella tuviera dentro, al instante, pero era una oferta tentadora para alguien tan deseosa de una mejor calidad de vida y de subir algunos peldaños en la escalera de la economía. Como asistente administrativa, y soltera, estaba apenas cómoda en su presente, pero el futuro pendía sobre su cabeza y ella quería escapar de su papel de Damocles. Además, el tipo de cosas terribles que pudieran ocurrírsele ocurrían sólo en las películas.


Y esto no es una película.


Aún así.


Firmó, mano firme alrededor de la pluma, y le fueron entregados un par de juegos de llave junto a direcciones y una cita para la próxima semana, sería escoltada a su herencia por un agente o un corredor de bienes raíces más interesado en la comisión que podría ganarse convenciéndola de vender que haciendo una inspección de las instalaciones. Accedió de todas formas, poco interesada en explorar el nuevo territorio en solitario. Una vez en su departamento, y luego de haber internalizado la noticia, le comentó a un par de amigos sobre lo sucedido, que no tardó en correrse a varios chats grupales exigiendo, al menos, una fiesta desenfrenada hasta el amanecer con alcohol y sustancias de dudosa procedencia.


Si bien la idea de celebraciones alborotadas no le producía la más mínima emoción positiva, el imaginarse en un espacio abierto con sus dos caniches lampiños era placentero. Su sueño fue errático, levantándose cada tanto para ir al baño o tomar un vaso de agua que fallaba en bajarle los nervios. Los perros durmieron como ella hubiese querido hacerlo, y la rutina de los próximos días continuó como debía. Un par de sus compañeros en el centro de asistencia telefónica en el que trabajaba se enteraron también, y la atormentaron con preguntas incómodas los primeros dos días, la novedad había dejado de ser tal para el tercer día pero las miradas de reojo prosiguieron.


Algunas preguntas todavía rondaban sus pensamientos: ¿quién fue Narciso Augusto y qué tipo de nombre era ése? ¿De dónde había salido? ¿Y por qué ella? Sus padres, de quienes había sido hija única, estaban muertos y ninguno de los dos le presentó jamás a algún abuelo, mucho menos tío. Una tarde previa a la cita, rebuscó en los documentos familiares con tal de armar un árbol genealógico que revelara su conexión con el desconocido. Llegó cansada a su departamento esa tarde y decidió llamar al renacuajo que paseaba a sus perros cuando ella se encontraba indispuesta o carente de ganas, le pagó por adelantado y apreció su homónima soledad para poner manos a la obra.


Cubrió la mayoría de las superficies limpias de documentos amarillentos y fotos mal reveladas, pasando de largo las imágenes de la familia que no conocería en vida hasta que encontró una del tamaño de la palma de su mano. Dos personas vistiendo atuendos de modas ya pasadas, una niña y un hombre de mediana edad, miraban al fotógrafo con sonrisas de oreja a oreja y debajo de ellos rezaba la leyenda escrita en tinta azul: Altagracia y Narciso, sobrinita y tiíto felices, seguida de un corazón de lados desiguales. La fecha estaba tachada con trazos furiosos.


La niña era parecida a Soledad, con la misma piel aceitunada y cabello lacio negro, pero su rostro era más fino y su nariz más chata. Era su madre María Altagracia, junto al tío Narciso. El hombre tenía un aspecto vivaz detrás del bigote frondoso que llevaba, sin barba, y el sorprendente largo de sus piernas hacían parecer a su figura más alta de lo que debería haber sido. Posaba con los hombros derechos y el pecho afuera, lo que desentonaba con su sonrisa.
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1 comentario:

  1. Me gustó mucho tu texto. Está muy bien escrito. Me quedo por aquí de seguidora y te invito a que te pases por mi blog si te apetece. Puedes hacerlo a través de mi perfil. Gracias y un abrazo.

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