Estoy en un #mood de historias de quasi fantasía urbana, ficción especulativa y realismo mágico rayando en el terrorífico, intentando oír podcasts de misterio/terror y queriendo contenido que rasque mi picazón por cosas que atiendan esa necesidad de pueblos con secretos inexplicables e historias llenas de desgracias inhumanas.
Consideren comprar mi libro DOBLAN, LAS CAMPANAS, si tienen la misma picazón que yo.
Así que me salió esta corta pieza sin final que no sé si vaya a continuar o vaya a usar de manera diferente en el futuro:
Éste no es un misterio.
En el pueblo de Mesas Flojas, llamado así por las siempre
tambaleantes mesas en el primer y más popular bar de la localidad,
ocurrió un asesinato. El hijo más joven de la familia Gutiérrez
fue encontrado en el tanque de agua de la familia Blanco con marcas
de manos alrededor de su cuello y cortadas infectadas a lo largo de
los brazos, el chico solamente tenía quince años. Se procedió a
una investigación, pero la mitad de los vecinos había escuchado los
gritos de auxilio la noche anterior que el chico emitió clamando por
la piedad de “papá”.
Julián
Gutiérrez fue asesinado por su propio padre, Marcelo Guitérrez, el
alcalde de Mesas Flojas. El alguacil Montes
aceptó la nota de suicidio escrita por la
temblorosa mano de la
señora Gutiérrez
esa misma mañana como toda la evidencia que necesitaba para cerrar
el caso, archivándolo como un suicidio y rezando por el eterno
descanso de la víctima, e hizo todo lo
posible por ignorar las palabras de Marcelo cuando lo cuestionó por
mera formalidad.
“Tengo otros tres en camino, uno defectuoso no me va a detener”.
La señora Gutiérrez no estaba embarazada. Pero, como les dije, éste
no es un misterio.
El cuerpo de Julián no fue enterrado ni cremado, sino que se llevó
hasta la salida del pueblo y fue colgado de su cuello junto a otros
treinta y seis cadáveres en diferentes estados de descomposición. A
los pies de los mismos se encontraban pequeños montículos de huesos
desperdigados y cubiertos de arena, de otros cuerpos ya podridos y
deshechos. Allá era donde terminaban todas las personas que
intentaban llevarle la contraria a Marcelo Gutiérrez, quien eligió
el lugar exacto en el cual sería dejado su hijo: junto al alguacil
anterior, o lo que quedó de él luego de ser cortado en dos con un
cuchillo de mantequilla.
Había intentado revelarse, el buen pero iluso hombre, a plena hora
del desayuno de tostadas y pan del alcalde. Para el momento en el
cual ya no quedaba más aire en sus pulmones, el café se había
enfriado. La verdosa sangre del alguacil anterior había manchado
irreparablemente los sillones de su sala, pero Marcelo pensó que el
verde estaba de moda y mandó a cambiar todos sus muebles para hacer
juego.
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